Se podría decir que mi estadía en el Hotel Ecuador fue un
tanto encantadora. Todo empezó cuando decidí ir a hacer un curso sobre cine
a Buenos Aires. Evalué todas las posibilidades
pero ese hotel resultó ser la mejor. Durante dos meses viví en una ciudad que
tiene más humedad que la mía, donde las personas no duermen la siesta y donde
nadie se mira a los ojos. Me gustan las grandes ciudades, conocí algunas que me
fascinaron, pero Buenos Aires y yo no nos podemos poner de acuerdo.
El dos de enero me tome el bondi hacia la gran ciudad. El
viaje duró un poco más de lo estimado. Llegué a Retiro a las diez de la noche, me
tome un taxi y le dije la dirección. El tachero no me dirigió la palabra, yo
tampoco. Me dejó en la puerta. El hotel no se parecía nada a lo que había visto
en las fotos. Estaba dejado y tampoco me habían advertido que al lado
había una guardería. Ya me imaginaba que
mi cuarto daba a alguna sala e iba a tener que escuchar a los chicos llorando
todo el día. Entré con mala espina, subí las escaleras, abrí la segunda puerta y
me recibió Mabel. Ella había sido la persona con la que me había contactado por
mail. Parecía de un poco más de cuarenta, tenía un vestido floreado y un
rodete en la cabeza. Me trato cordialmente y me indicó dónde quedaba mi habitación. Tenía
techo alto, un escritorio apto para cuando quiera dibujar o estudiar y una cama
de una plaza y media. Un poco me hacía acordar a mi casa por los ladrillos a la
vista. La primera noche me fui a dormir sin comer.
A las dos semanas de haber llegado, ya tenía una rutina: me levantaba,
tomaba un café que me hacía Mabel, iba al curso que duraba todo el día por ser
intensivo, volvía en subte (ya había logrado tener mi SUBE), pasaba por el
Patio del liceo, daba una vuelta, cenaba por ahí, iba al hotel, trabajaba desde mi computadora y me
iba a dormir. Los fines de semana volvía a mi ciudad a ver a mi novia y a los
pibes. Disfrutaba mucho viajar en subte.
Me asombraban las caras de las personas a
primera hora de la mañana, esa sensación de desanimo, de tener que ir a
trabajar de algo que no les gusta. Mi refugio eran mis auriculares y saber que
me esperaban horas y horas de hablar y escuchar sobre cine.
Dos fines de semana me quede en Buenos Aires y salí solo. Es
increíble, todas las bandas que me gustan tocan muy seguido en la ciudad de la furia. Dos veces fui al Konex,
otra a Salón Pueyrredón y visité el Matienzo. Traté de interactuar con algunas
chicas pero la histeria porteña me agota. Al Matienzo lo había conocido por ella,
por Sofía. No le quise avisar que estaba viviendo en su ciudad. No le
encontraba el sentido y varias veces ya me había ocupado de rechazarla.
Por momentos me parecía verla en la calle. Tenía
una cierta paranoia porque ella vive cerca del hotel. Con Sofía tuvimos una relación
a distancia pero no funcionó. Lo único que necesitaba era estabilidad y nunca me la pudo dar. Me rompió el corazón y me costó recomponerme pero
al tiempo conocí a una chica, Helena. Después de unos meses ya estaba de novio. Ahora me
siento querido, Helena me hace sentir bien.
En “el Ecuador”, así lo bauticé, conocí a Román. Parece que lo dejó la mujer y tuvo que irse de
la casa. Nunca lo supe por su boca, sino por Mabel que siempre que podía
trataba de averiguar detalles de la vida privada de sus inquilinos. Román me
hacía acordar a Pappo porque le gusta el Blues pero lo que tiene más parecido es el pelo largo. Al principio no
me caía bien porque es bostero y en el partido de verano cuando nos ganaron 5 a
0 no paro de gastarme. Con los días nos hicimos amigos. Cenábamos juntos y tomábamos
cerveza y esos fines de semana que me quedé
y, que la calle estaba insoportable por el calor, no nos despegábamos de
la televisión y fumabamos faso aprovechando que Mabel se iba a ver a una tía.
Se podía decir que la vida me sonreía. Terminé el curso con
buenas notas y sentía que había aprendido mucho. El cine es lo mío, ya ni lo
dudo. Para mi despedida Mabel organizó una cena el sábado y, como estaba agradecido por el gesto, decidí
cambiar el pasaje para la madrugada del domingo. Ese viernes cene con Román y tomamos fernet
hasta las cinco de la mañana. Nos pusimos re en pedo. No recuerdo toda la noche
con claridad pero sí, las discusiones sobre Maradona y Messi, River y Boca,
Rosario y la Capital. El sábado me desperté partido en dos pero tome valor, le
saqué un agua a Mabel (que nunca repuse) y salí para el Patio del liceo. Me quería auto regalar un libro, me lo había
ganado.
Camine dos cuadras y media y fui derecho hasta el local del
fondo a la izquierda. Escuchaba Artic Monkeys. Todo estaba bien. Salí con mi libro
muy contento. Estas reliquias son inconseguibles en la ciudad del río. Y ahí la
vi. Sofía estaba sentada con un cuaderno rojo en la mesa de campamento blanca
donde yo había estado pasando tardes enteras. Estaba más linda que el carnaval
de Pichincha. En ese microsegundo pensé en hacerme en el boludo pero me vio. Dejó
de escribir. Su cara no reflejaba asombro y eso me lo dijo con una sonrisa. No sé
cuánto tiempo estuvimos mirándonos sin hablar pero el cuerpo me empezó a temblar
como me pasaba después de hacer el amor con ella. A Sofía no se le movió un pelo,
estaba radiante y por un minuto me miró como cuando nos conocimos: ojos brillosos
y sonrisa de labios. “Veo que no cambiaste el cinto” fue lo primero que escuché de ella. No pude evitar reírme, su humor ácido siempre me atrajo. Sacó las piernas
de la mesa, agarró sus cosas y las metió en la mochila. Yo no entendía nada de lo
que estaba pasando. Me dio un beso en el cachete y antes de que se escape
(tenía la sensación de que eso iba a volver pasar) le pregunte como estaba y me
contesto “yo muy bien, me tengo que ir”. Hizo dos pasos hacia la puerta rosa,
dejo de caminar, se dio vuelta y dijo mirándome seriamente “espero que seas muy
feliz”. Se fue. Me quede helado. El tipo que regaba las plantas lo había visto todo e instantáneamente se acerco hacía mi y con una sonrisa cómplice lanzó un “pibe,
esta mina viene todos los sábados y sabes que siempre me pareció que esperaba alguien”. Lo
miré pero no le pude contestar nada. Dejé que se vaya.
Esa noche traté de no pensar en lo que había pasado. Comimos
unas pizzas caseras que hizo Mabel y Román invitó una sidra. Fue una cena con muchas anécdotas y risas. Iba
a extrañar a mi nueva familia. Prometí volver y les dije que cuando viajaran
para allá ya sabían que tenía una casa. No lloré pero sentí nostalgia.
Partí para Retiro en taxi. Una vez en el colectivo, pensé en Sofía y en su reacción. Yo estaba seguro de que cuando nos viéramos ella me iba a volver a decir que me amaba y que me extrañaba pero no, sólo dijo esa frase hecha aunque sentida. Mirando la ventana y dejando las luces brillantes atrás, me di cuenta porque esta ciudad y yo no nos llevamos bien. Buenos Aires siempre me recuerda a esta historia de dos corazones desencontrados.
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